Sobre Héctor Arita


UNA ZORRA DISFRAZADA DE ERIZO

Entre los numerosos y aparentemente inútiles ornamentos que abarrotan mi escritorio se encuentra una pequeña concha fósil con el siguiente rótulo: “Pelecípodo, Cretácico, Ojinaga, Chihuahua, diciembre 1976”. Se trata de una valiosa prenda personal que encontré durante una excursión de aventuras juveniles en busca de tesoros geológicos. Siendo yo un estudiante de preparatoria, tenía poca idea de la paleontología, aunque sabía lo necesario como para asombrarme con aquel pedazo de roca, evidencia tangible de que grandes poblaciones de moluscos habitaron un mar en lo que ahora es el desierto de Chihuahua, hace más de 65 millones de años.

Esa proclividad a asombrarme ante las maravillas naturales afloró en mí desde niño y se acentuó durante mis años como alumno de biología en la Facultad de Ciencias. Cada clase contribuía a darme una mejor idea de la impresionante magnitud de la diversidad biológica y de los fenómenos ecológicos y evolutivos que la han originado. La belleza del vuelo de un ave es suficiente para maravillar a cualquiera. Aprender, además, que tal acción implica intrincados movimientos realizados por complejos sistemas musculares y la participación de estructuras tan notables como las plumas, añade un grado al nivel de azoro. Entender, por último, que este fenómeno es resultado de millones de años de evolución lleva el asombro a niveles aún mayores.

Al terminar la carrera y entrar al mundo de la investigación profesional, tuve necesariamente que especializarme. “No se engañen, muchachos –nos decía un profesor– ustedes creen que al salir de la facultad van a saber más cosas. En realidad van a saber cada vez menos”. El maestro se refería a que al especializarse uno va perdiendo la perspectiva general, para concentrarse en un tema cada vez más particular. Usando una metáfora de Isaiah Berlin, las zorras se convierten en erizos.

Berlin usó las palabras de Arquíloco para definir el estilo de los pensadores y escritores modernos. “La zorra sabe muchos temas, pero el erizo sabe sobre un gran tema”, escribió el poeta griego. En el mundo moderno hay erizos que perciben el mundo con un solo concepto central, y zorras que moldean su percepción mediante una gran variedad de experiencias, argumenta Berlin. Según él, Dante y Platón eran erizos, y Shakespeare y Aristóteles, zorras.

Para las zorras es relativamente fácil mantener la capacidad de asombro ante la naturaleza. El descubrir día a día nuevas manifestaciones de la grandeza de la biodiversidad mantiene viva la llama de la fascinación. Leer sobre el hallazgo de una variedad totalmente nueva de animales que viven en las branquias de los cangrejos, aprender que existen organismos que soportan temperaturas mayores de 80° C o descubrir que se puede saber la edad a la que murió un tiranosaurio analizando sus huesos fosilizados son sólo algunos ejemplos del tipo de estímulos que enriquecen la mente insaciable de las zorras.

Sin embargo, los erizos no necesitan renunciar a la capacidad de asombro. Para ellos puede ser igual de fascinante el más arcano de los artículos científicos de una especialidad que un buen documental sobre la fauna de África. Descubrir la correlación entre la diversidad beta y la varianza en la temperatura media anual, por citar un oscuro ejemplo de mi propia especialidad, puede generar un asombro equivalente al de observar el vuelo de un quetzal. Incluso, es posible hallar belleza en los modelos matemáticos sobre la dinámica de una población ecológica. El asombro ante lo natural no tiene por qué estar restringido a lo real y tangible; puede, en cambio, aflorar ante lo abstracto e imaginario.

El Muégano Divulgador; enero-marzo 2008

Berlin llegó a la conclusión de que Tolstoi era una zorra disfrazada de erizo. Creo que muchos ecólogos cabríamos en la misma categoría. Al seguir una carrera académica he tenido que enfocar mis esfuerzos en temas particulares que giran alrededor de uno central (los procesos que determinan la distribución geográfica de la diversidad biológica). En el fondo, sin embargo, desearía poder ser un naturalista del siglo XIX, versado no sólo en ecología, sino también en botánica, zoología, geología y hasta química.

De lo que sí estoy seguro es de no haber perdido mi capacidad de asombro. Cada nuevo concepto que aprendo, cada nuevo descubrimiento, alimenta esa adicción por lo sorprendente que he disfrutado desde joven. El fósil de Ojinaga que descansa sobre mi escritorio me recuerda día a día cuál es el secreto para disfrutar mi trabajo. Es uno de mis más preciados tesoros.

[Este enayo apareció el 1 de octubre de 2007 en la Gaceta UNAM y en El Muégano Divulgador en el número de enero-marzo de 2008]

Más información en la página del Laboratorio de Macroecología UNAM

A %d blogueros les gusta esto: